El Congreso de los Diputados ha aprobado hoy la Ley de Eutanasia. Os invitamos a compartir esta reflexión escrita por Saúl Suárez, médico y miembro de nuestra parroquia.
Desde hace más de veinte años anoto el nombre de mis pacientes fallecidos en un archivo. Lo repaso de vez en cuando, cuando tengo que añadir otro nombre a la ya larga lista. Recuerdo la relación que tuve con ellos, quienes son sus familiares, algunas circunstancias relacionadas con las enfermedades en que les atendí. Con el paso de los años observo cada vez mayor número de nombres que van desdibujándose en mi memoria, algunos no los recuerdo en absoluto. En una ocasión, comentándolo con otro compañero, creyente a su modo, me dijo que él también hacía algo parecido. ¿Sabes?, me dijo: en esto nos parecemos a Dios. Él también guarda nuestros nombres en una lista, pero en su caso, desde antes de que existamos, durante nuestra vida terrena y también después. Pero a diferencia de nosotros, Él no olvida ningún detalle. Para Él, todos están vivos.
Dios, que es el ser que existe, el que es la Vida, nos crea y nos hace partícipes de esa esencia suya, aunque sea durante el breve soplo que es nuestra vida. Vivimos por su decisión, por su voluntad amorosa. Y permanecemos vivos en su memoria siempre. Por eso se dice que nos llama a su presencia cuando morimos, aunque nunca hemos dejado de estar con Él, pues nuestra vida es por su voluntad. Por eso la vida humana es sagrada. No nos pertenece. La disfrutamos por Él, en Él y para Él.
En mis más de treinta años de profesión, me he encontrado muchas veces con la muerte. Unas veces ha sido el paso de los años la que la ha traído, plácidamente, como remate de una larga vida llena de experiencias. Otras veces ha sido prematura, por enfermedad o por accidente. Algunas veces, un final difícil. Ha habido temor, ha habido miedo. A veces, dolor. A veces, soledad. Pero han sido contados los casos en los que el paciente me ha expresado el deseo de morir. Llegado el caso, queremos vivir. Y cuando aceptamos que no podemos seguir viviendo, las mayores preocupaciones que los pacientes me expresan son: no quiero ser una carga para mi familia. No quiero que ellos sufran. Deseo que sepan aceptar mi marcha, que me acompañen y me despidan con cariño y entereza. Y no padecer dolor.
Así es mi experiencia. La solicitud de eutanasia no me la he encontrado nunca por parte de enfermos terminales, con dolor o con insoportable sufrimiento de otro tipo. Me lo han pedido enfermos crónicos estables con limitaciones de movilidad, con miedo de lo que pudiera traer un futuro todavía bastante lejano. Personas que temían llegar a ser carga para su familia y enfermos psiquiátricos, depresivos, desencantados, suicidas incapaces de tomar por sí mismos la decisión de quitarse la vida.
Más numerosos han sido los casos de familiares que anteponen sus propios miedos al bienestar del moribundo, bien tejiendo urdimbres de silencio alrededor de la enfermedad, bien negándose a aceptar el cercano final, como un espejo de sus propias aversiones al dolor y a la muerte. A veces he pensado si la eutanasia que solicitaban era para aliviar el sufrimiento del enfermo o para aliviar el sufrimiento de los familiares. Otras veces no, no quiero ser injusto con todos los que, de buena fe, creyeron que era lo mejor, tal vez apurados por el dolor de la situación.
En ocasiones, bien presionados por familiares o bien en respuesta a complejos propios, los mismos profesionales nos empeñamos en prolongar situaciones irreversibles más allá de todo lo razonable, emprendiendo cadenas de eso que se ha llamado encarnizamiento terapéutico. Limitar éste es posible, con las disposiciones del testamento vital, sobre el que ya está legislado, aunque pocas personas recurren a él.
Como médico, creo haber sido capaz de ayudar a paliar en gran medida el malestar, el dolor, la ansiedad, el sufrimiento. Sigo formándome para ello. Y veo que la mayoría de mis compañeros también lo hacen. Nos enfrentamos a esos momentos con una carga emocional propia, personal, pues la situación del enfermo terminal también nos sitúa ante el espejo de nuestros propios miedos e incertidumbres. En esos momentos, entiendo que se espera de nuestra profesionalidad superar nuestros complejos personales y dar respuesta con empatía, solvencia y eficacia a los problemas del final de la vida. Todo ello es factible técnicamente hoy en día con escasa necesidad de remedios complejos. Y llegado el caso, no me han dolido prendas en ocasiones para pautar tratamientos más drásticos para mejorar el confort y reducir el sufrimiento, aun a expensas de que tal vez pudieran acortar el tiempo de supervivencia; pero mi objetivo con estos remedios no era acabar con la vida, sino con el sufrimiento.
La situación acerca de los cuidados sanitarios en las fases finales de la vida en nuestro entorno tiene dos caras: los cuidados paliativos básicos están un poco en precario, como todo en Atención Primaria, por falta de personal, de tiempo y de organización. Pero, por otra parte, existen equipos de Cuidados Paliativos en el hospital y también a nivel de calle, para el área sanitaria de Oviedo, con cuatro médicos y cuatro enfermeras que tienen su base precisamente en el centro de salud donde yo trabajo, y que funcionan a pleno rendimiento. Conozco de su hacer por los casos que compartimos, y por los encuentros que tenemos a diario, donde observo la calidad humana y técnica los criterios con que trabajan. Mi opinión sobre su labor es óptima. Es cierto que no en todas partes tienen esa suerte.
Creo que los ciudadanos debemos exigir a nuestros Servicios Sanitarios, una adecuada atención paliativa que humanice la enfermedad grave y terminal, con los mínimos sufrimientos tanto para el paciente como para su familia. Eso, que a mi entender es lo principal, parece estar fuera de los debates actuales. Parece que la principal decisión que hay que tomar es poder decidir no cómo vivir plenamente esas etapas finales de la vida sino establecer cuándo una vida -propia o ajena- no merece la pena. Como si fuéramos nosotros los dueños de la vida. La propia o -peor- la de los otros.
Nuestros representantes políticos, por amplia mayoría, acaban de aprobar la ley de Eutanasia, con escaso debate no ya social o intelectual sino ni siquiera parlamentario. Cuando ruge la pandemia, y estamos como estamos, con nuestro sistema sanitario desbordado y al borde del colapso varias veces, el debate que necesita nuestra sociedad en este momento es otro mucho más básico. Afirmo que este hecho es significativo acerca de la cultura en que vivimos, de lo inmediato y lo superficial, y de nuestra bajísima calidad democrática y ética en la sociedad en general. Considerar la eutanasia como un derecho, y que decretar una ley que lo regule sea considerado una conquista me parece de una simpleza ética tan infantil como falaz, pero a fuerza de repetirse como un mantra, va a acabar convirtiéndose en un aserto más de nuestra cultura post-moderna y del discurso de la progresía pop.
Vayamos ahora a objeciones prácticas. Con esta ley, ¿quién decide si todos estos, "una vez informados de las alternativas" están en su derecho a la eutanasia? Recuerdo una mujer joven, a la que se le había muerto un hijo pequeño de cáncer, que quería morir, tenía un sufrimiento psíquico muy intenso. ¿Aceptamos aplicarle la eutanasia para acabar con un sufrimiento así? Tengo otro caso de un enfermo con a una enfermedad neurológica degenerativa, pero que le provoca un dolor diario intenso para el que no hay remedio ni tratamiento, pero su vida no está en riesgo ni a corto ni a medio plazo. ¿Es una vida sin valor? La lista de casos que se me vienen a la cabeza es muy larga y variada; en mi imaginación nunca había echado en falta el recurso que ahora sus señorías van a poner en mis manos.
Porque otro problema grave que veo en la cosa es quién y cómo se aplica la eutanasia: ¿el médico de cabecera -chico para todo una vez más- o creamos una especialidad de eutanatología, y le ponemos una consulta para poder remitir al paciente candidato con un volante cuando haya que usar sus servicios de acabador de algún ciudadano? De momento, los avances de protocolo que se barajan como forma de garantizar una correcta (¿) aplicación de la ley me parecen poco operativos, burocráticos y algo parecido a un tribunal, que juzgaría a quien sí y a quien no. Desarrollar todo esto va a conllevar bastantes gastos. A ver si va a haber recursos para matar cuando no los hay para curar.
Otra duda que tengo es si mi empresa ahora me tiene que dar formación específica en esta ampliación de la cartera de servicios que prestamos a los usuarios del Sistema Nacional de Salud, para que aprenda a provocar la muerte a los pacientes que superasen el procedimiento de acceso a la misma. Porque de eso no hablaban nada ni en la carrera, ni en el programa formativo de la especialidad, ni lo pone en mi contrato laboral. He visto algunos debates en los que se acusa al médico que pone objeciones de conciencia a la eutanasia de ser un mal profesional, por anteponer sus reparos éticos al supuesto derecho del paciente. Me resulta indignante y ofensivo.
Evidentemente habrá que lidiar con la objeción de conciencia del profesional, que como en mi caso, va a decir: "ni sé, ni quiero aprender, ni lo voy a hacer si supiera" (ni la mayoría de los médicos que yo conozco). Sortear esta dificultad va a llevar, como el caso de la aplicación actual de la ley del aborto, a una eclosión de clínicas privadas -moritorios, o casas del buen morir- a donde derivar estos casos, para que se lucren algunos.
Finalizo. Dado que el asunto ya está aquí, os animo a que penséis en ello. Y más allá de la política y del vocerío en los medios de comunicación y redes sociales, a que disfrutéis con vuestros familiares y allegados enfermos con cercanía, solicitud, discreción. A que valoréis la vida que el Señor nos da y entre todos nos ayudemos a erradicar la soledad, el miedo y el dolor. Como casi siempre en medicina, y en todo lo que atañe al ser humano, creo que la respuesta es ponerse en la piel del otro, y mirar la vida –y su final- a los ojos.
Puestos en las manos amorosas del Señor, y dándole gracias por su infinita bondad.
Saúl Suárez
Médico de familia.